Los latidos de un corazón atento son la metáfora viva más frágil; pueden compararse con el frenético fluir de los pasos de una historia coja, pero el más mínimo cambio en la estructura de su espera los convierte en cólera. Se suele olvidar qué significa un latido, y aunque éste no fue jamás el caso de Manuela, ella siempre tenía muy en cuenta porqué. Miles y millones de veces, en cada historia no escrita, dos o más corazones acaban por encontrarse; se enredan y acompasan para luego consumirse.
Lo que Manuela solía imaginarse, era el sonido de dos latidos en frecuencia diferentes, ¿qué podría pasar en el mundo para que llegaran a encontrarse? Aunque se puede tomar la cuestión como infinitamente más amplia: ¿qué tiene que encajar en el hilo de la historia para encontrar un latido que posea la remota posibilidad de encajar con el tuyo?
Manuela creía con cada centímetro cuadrado de su piel, que su frecuencia estaba atrofiada, que emitía en deferido. Sabía que su latir se podría; lo hacía acongojado en sus pensamientos, destruido ante un mundo que se le antojaba demasiado pequeño para ser infinito. Pero ella, efímera en sus micro estallidos de ideas, no sabía que bajo ese caos se esconde la maravillosa capacidad del mundo de unir imposibilidades, de coser vidas en carne viva.
Manuela está ahora tumbada en el suelo de su habitación, parcialmente debajo de su cama, con sus curvas y sus poros desnudos golpeando las baldosas empolvadas . Piensa en la belleza casi poética del sentimiento agónico que le amordaza en pecho y le estruja los pulmones.